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Miradas sobre la Lengua

José del Valle (Universidad de Nueva York): «Mirada teórica: Tendencias del español en Nueva York»

(Artículo publicado originalmente en Quimera: Revista de literatura, ISSN 0211-3325, n.º 199, 2001, pp. 51-62.)

 

 La complejidad lingüística de Nueva York 

Tanto el ciudadano de Nueva York como el turista que, de paso, recorre las calles y avenidas de la gran metrópolis norteamericana se ven expuestos a un sinfín de lenguas. El plurilingüismo neoyorquino no es el simple resultado de la convergencia circunstancial en la isla de Manhattan y los condados aledaños (Bronx, Brooklyn, Staten Island y Queens) de inmigrantes de todo el mundo. La coexistencia de tantas maneras de hablar es además el fiel reflejo de la complejidad de esta urbe, de sus contradicciones, de su problemática articulación social y cultural, e incluso de las obscenas desigualdades que genera el capitalismo desaforado.

La complejidad lingüística de esta inmensa ciudad se presta, desde luego, a interpretaciones apocalípticas y a la reproducción de mitos babélicos, que presentan la diversidad de voces como índice incuestionable de un supuesto caos cultural y de un temido desorden social. Pero cualquier observador astuto con valor para adentrarse en las trincheras de la vida neoyorquina notará que el plurilingüismo es, en definitiva, un modus vivendi, una forma de experimentar lo cotidiano, un modelo de relaciones humanas. Y no sólo eso: a través de la ventana del lenguaje se nos presenta un enrevesado panorama de las relaciones económicas, étnicas y sociales de la ciudad.

En la actualidad, hay en Nueva York unas cincuenta lenguas, además del inglés, habladas por más de mil almas. Según los datos del censo de población de 1990 (reproducidos en García 1997:9), las lenguas con un número de hablantes superior a los 40.000 (de nuevo, dejando el inglés al margen) son, en orden descendente, el español, el chino, el italiano, el francés, el yidis, el ruso, el coreano, el griego, el alemán, el polaco, el criollo haitiano y el hebreo. De entre las que cuentan con un más modesto pero no desdeñable número de hablantes (entre mil y dos mil) se pueden señalar el sueco, el tamil, el lituano, el indonesio, el amhárico, el finlandés y el suajili. El cuadro 1 refleja los datos del censo de 1990 sobre número de hablantes del primer grupo de lenguas, así como los porcentajes que representan sobre el total de la población neoyorquina.

Cuadro 1 

Español

1.486.815

20,42%

Chino

211.447

2,91%

Italiano

202.538

2,78%

Francés

105.756

1,45%

Yidis

93.529

1,28%

Ruso

65.895

0,91%

Coreano

62.671

0,86%

Griego

55.461

0,76%

Alemán

49.271

0,68%

Polaco

47.557

0,65%

Criollo haitiano

43.660

0,60%

Hebreo

40.044

0,56%

(Fuente: García 1997:9)

De todos es sabido que la constitución estadounidense guarda silencio en cuanto al establecimiento de una lengua oficial para la nación, y bien conocida es también la presencia, a lo largo de los dos últimos siglos, de movimientos cívicos y políticos empeñados en la declaración del inglés como lengua oficial de los Estados Unidos (Baron 1990). La organización que en las últimas décadas del siglo xx ha enarbolado con mayor entusiasmo la bandera de la oficialización del inglés es U.S. English, Inc., fundada en 1981 por el senador Hayakawa y presidida en la actualidad por Mario Mugica. Si bien hasta la fecha han fracasado las campañas de esta organización para hacer del inglés la lengua oficial a nivel federal (por medio de la introducción de las enmiendas correspondientes a la constitución), no hay que perder de vista que veinticinco de los cincuenta estados de la Unión cuentan ya con leyes que establecen la oficialidad del inglés.

Nueva York pertenece, sin embargo, al 50 % de estados que no se han subido al carro de la oficialización, y esta resistencia puede en parte deberse a la naturalidad con que se vive el plurilingüismo en el buque insignia del estado, en New York City. En esta ciudad, a cualquier visitante le resulta evidente que se encuentra en un espacio plurilingüe. Y no sólo por la variedad de lenguas que se oyen por sus calles y por la visibilidad de anuncios y carteles de diversa índole en español, chino o italiano, sino también por la posibilidad de utilizar una multiplicidad de lenguas en dominios formales o semiformales y oficiales o semioficiales. Veamos algunos ejemplos.

La ceremonia nupcial puede realizarse en unas dos docenas de lenguas; se puede asistir a una misa católica en más de veinte; se pueden oír programas de radio en más de cuarenta y de televisión en más de quince; se pueden leer periódicos publicados en la ciudad en más de diez lenguas, además de los que llegan del extranjero; e incluso en las relaciones con diversas oficinas municipales, se pueden obtener servicios de interpretación en sesenta y cuatro lenguas (García 1997:5-6).

No dejaremos de resaltar tampoco que, a la configuración de este complejo mosaico idiomático, contribuye intensamente el sector empresarial. Las múltiples compañías aquí afincadas y los comercios que abarrotan las calles dan visibilidad, y quizás incluso promocionan, el plurilingüismo, pues ante la promesa del beneficio económico no dudan en utilizar la lengua que sea y como sea con el fin de (parafraseando a Ofelia García) cautivar el corazón y la cartera de aquellos que poseen poder adquisitivo suficiente.

No sólo las empresas se han visto obligadas a responder al plurilingüismo de la ciudadanía neoyorquina. Tal como se adelantó arriba, numerosas oficinas municipales ofrecen servicios que responden a la existencia de ciudadanos que no hablan inglés. En el año 1989 se revisó el cuerpo de leyes que rigen la vida municipal, y en esta revisión se creó la Mayor’s Office of Language Services (Oficina de Servicios Lingüísticos de la Alcaldía) con el objeto de salvar las barreras idiomáticas que puedan entorpecer el correcto y eficiente funcionamiento de las instituciones, poner en peligro a los ciudadanos o causar tensiones innecesarias (García 1997:34). Como ejemplo del amplio desarrollo de políticas plurilingües se puede mencionar alguna de las medidas adoptadas en el campo de la sanidad. Las salas de urgencias de los hospitales, cuya clientela incluye un porcentaje dado de hablantes de una determinada lengua, deben proporcionar servicios de interpretación. El mismo fenómeno se ha producido en los cuerpos de seguridad dependientes del ayuntamiento. Desde el año 1982, la Policía de Nueva York viene contratando recepcionistas con capacidad para funcionar como intérpretes y, en la actualidad, mantiene un mínimo de tres hispanohablantes entre los operadores que responden a las llamadas al número de emergencia 911. El cuerpo judicial no se ha quedado atrás y, tanto en casos criminales como civiles, se reconoce el derecho de todo acusado a recibir la asistencia de un intérprete (García 1997:37-38). En suma, el funcionamiento de la industria, del comercio y de las instituciones de gobierno local implica un reconocimiento de hecho del plurilingüismo neoyorquino.

Pero a pesar de la existencia de medidas como las citadas, que constatan el carácter heterogéneo de la configuración lingüística de la ciudad, conviene advertir que la actitud que las alimenta es profundamente pragmática y que no tiene que traducirse necesariamente (y de hecho no se traduce) en el desarrollo de una política de promoción del pluralismo idiomático. Tal como ha señalado Ofelia García, desde las instituciones locales no se valora y estimula activamente el plurilingüismo, sino que, ante la diversidad lingüística de hecho, se adoptan medidas que permitan, en la medida de lo posible, el normal funcionamiento de la ciudad.

No conviene, por lo tanto, romantizar en exceso el plurilingüismo neoyorquino. De hecho, la cabal descripción de la configuración lingüística de la ciudad pasa por la identificación de la presencia de dos tendencias opuestas. Nos encontramos, por un lado, con la alta cotización en la Gran Manzana de la cultura de la diversidad, que genera —al menos en ciertos círculos— un clima de tolerancia hacia los hablantes de lenguas distintas del inglés; nos encontramos también con la constante llegada de nuevos inmigrantes, y con la formación de enclaves étnicos donde se conservan las costumbres y señas de identidad de la comunidad de origen —entre ellas, la lengua—; y, desgraciadamente, nos topamos con la segregación socioeconómica —y, consecuentemente lingüística— a que a veces estos grupos se ven sometidos. Todos estos fenómenos dan, qué duda cabe, una impronta diversificadora a la dinámica social neoyorquina.

Pero a esta tendencia hacia la heterogeneidad se opone la presión homogeneizante de la sociedad norteamericana en su conjunto. Es cierto que Nueva York constituye un universo en sí misma y que la diversidad es elemento esencial de la cultura de esta urbe, pero también es verdad que la ciudad del Hudson está inserta en el entramado social estadounidense y que no puede sustraerse a las ideologías culturales dominantes a nivel nacional. La ya mencionada organización U.S. English, Inc. es un claro ejemplo de la articulación política y social de esta ideología, promotora de un sistema de valores y comportamientos homogéneos que garanticen la lealtad a la nación norteamericana. La presión homogeneizante no es un hecho ni nuevo ni exclusivamente estadounidense; este fenómeno ha sido un elemento integral de la vida cultural y política de toda nación-estado, al menos en los últimos dos siglos, y las naciones del llamado mundo hispánico —y muy especialmente España— conocen bien las consecuencias de su implantación en múltiples dimensiones de la vida de un país. Pero actualmente, en los Estados Unidos, tal como señalaba acertadamente Amparo Morales en el Anuario del Instituto Cervantes 1999 (Morales 1999:241), esta actitud parece haber adquirido especial prominencia. El creciente número de hispanos, tanto inmigrantes como estadounidenses, ha sembrado la preocupación entre importantes sectores de la población anglófona demográfica y socioeconómicamente dominante, que, preocupados por las consecuencias que el crecimiento de la población hispana puede tener para sus oportunidades de trabajo, crean un discurso público generador de una actitud de rechazo hacia el extranjero. No se debe confundir —y se hace con demasiada frecuencia y con funestas consecuencias— la popularidad de ciertos hispanos (como Andy García, Emilio Estévez, Gloria Stephan, Jennifer López o Ricky Martin) y su triunfo en el mundo del espectáculo o de la política con un cambio de actitud generalizado hacia la población hispana en su conjunto, que le permita librarse de los estigmas sociales y la discriminación económica que soporta. La población hispana en los Estados Unidos y en Nueva York constituye una minoría etnolingüística, y como tal tiene acceso limitado a las posiciones de poder desde las que se rigen los destinos de la nación. A pesar de ser los hispanos el grupo minoritario que crece a un ritmo más rápido, no se debe dejar de señalar que no son sólo éstos los que sufren este tipo de presión: las iras de los anglohablantes preocupados por la integridad lingüístico-cultural de su nación se dirigen contra toda comunidad cuyo posible ascenso económico y cultura diferencial puedan amenazar el proyecto de construcción de una Arcadia blanca (o blanqueada) y anglófona. En resumen, en la sociedad estadounidense y, por lo tanto, en la neoyorquina, la lengua inglesa y la cultura con ella asociada ocupan una posición hegemónica y constituyen recursos esenciales para la movilidad social ascendente.

La presencia hispana en Nueva York

Los hispanos en Nueva York 

La presencia de población hispana en Nueva York se remonta a los principios del siglo xix y se debe en gran medida al abundante comercio entre la isla caribeña de Puerto Rico y los Estados Unidos (Hoffman 1971). A pesar de la prohibición que España imponía a sus colonias de comerciar con otras naciones, se calcula que en la tercera década del ochocientos Puerto Rico realizaba la cuarta parte de sus transacciones comerciales con el vecino norteamericano. Hacia finales de siglo, exiliados políticos de la isla y revolucionarios antiespañoles se sumaron a la ya existente, aunque escasa, población hispana. A principios del siglo xx, la población puertorriqueña se concentraba en una zona del condado de Brooklyn llamada Brooklyn Navy Yard (Zentella 1997:168). Años más tarde, en 1917, la concesión de la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños vendría a intensificar la inmigración de esta comunidad. Pero sería después de la segunda guerra mundial, con la creciente demanda de mano de obra en los Estados Unidos unida a la precaria situación económica de la isla, cuando se habría de producir la llegada en masa de puertorriqueños a Nueva York. El período de mayor intensidad fue la década de los cincuenta, período en que se calcula que la inmigración procedente de la isla llegaba a una media de unas cuarenta y dos mil personas al año. En la actualidad, los hispanos neoyorquinos de origen puertorriqueño se acercan al millón (896.763 según los datos proporcionados por el censo de 1990).

A lo largo de la segunda mitad del siglo xx, las comunidades puertorriqueñas se han ido extendiendo por la práctica totalidad de los barrios de la ciudad, si bien merece la pena destacar por su prominencia los tradicionales y bien conocidos enclaves de la sección Este de Harlem (conocida popularmente como El Barrio) y el Sur del Bronx. Según hace constar Zentella (1997:169), a finales de los ochenta había once barrios neoyorquinos en los que los hispanos de origen puertorriqueño superaban el 20 % de la población. Estos barrios son: Mott Haven/Hunts Point, University Heights/Fordham, Soundview/Parkchester, Highbridge/Grand Concourse y Kingsbridge Heights/Moshulu en el Bronx; la sección Este de Harlem y el Lower East Side/Chinatown en Manhattan; y Bushwick, Sunset Park, Williamsburg/Greenpoint y East New York/Starrett City en Brooklyn.

El segundo grupo hispano en importancia numérica es el de los dominicanos, quienes, según el censo de 1990, ascendían a 332.713. Al igual que en el caso de los puertorriqueños, los dominicanos se han extendido por toda la ciudad —aunque en menor medida por su más reciente y menos voluminosa inmigración—. Sin embargo, la inmensa mayoría de la población de origen dominicano se ha ido concentrando a partir de los años sesenta en el Alto Manhattan, concretamente, en los barrios de Washington Heights e Inwood, habiéndose extendido incluso por la sección adyacente del Bronx (University Heights/Fordham). Washington Heights, zona en la que hasta los años sesenta residían inmigrantes irlandeses y judíos, es en la actualidad un barrio de incuestionable sabor hispano situado al norte de la calle 155 y flanqueado a Oeste y Este por los ríos Hudson y Harlem respectivamente (García et al. 1988).

Los hispanos de origen colombiano (que según el censo de 1990 ascendían a 84.454) han tendido a concentrarse en el barrio de Jackson Heights, en el condado de Queens. Desde el período inmediatamente posterior a la primera guerra mundial, Jackson Heights ha visto la llegada de diversas olas de inmigración colombiana, lo cual le ha valido recibir, en la cultura popular, el nombre de Pequeña Colombia o Chapinero (en referencia a una barriada bogotana).

El resto de los hispanos se encuentran por toda la ciudad, más o menos concentrados, pero sin llegar a constituir una barriada con carácter étnico definido. El cuadro 2 presenta el número de hispanos de distintos orígenes y el porcentaje que representan con respecto al total de la población hispana neoyorquina.

Cuadro 2

Origen

Número

Porcentaje

Total hispanos

1.783.511

100%

Puertorriqueños

896.763

50,3

Dominicanos

332.713

18,7

Colombianos

84.454

4,7

Ecuatorianos

78.444

4,4

Mexicanos

61.722

3,5

Cubanos

56.041

3,1

Salvadoreños

23.926

1,3

Peruanos

23.257

1,3

Panameños

22.707

1,3

Hondureños

22.167

1,2

Españoles

20.148

1,1

Guatemaltecos

15.765

0,9

Argentinos

13.934

0,8

Nicaragüenses

9.660

0,5

Costarricenses

6.920

0,4

Chilenos

6.721

0,4

Venezolanos

4.172

0,2

Bolivianos

3.465

0,2

Uruguayos

3.233

0,2

(Fuente: Zentella 1997:171)

Los hispanos y el español en los medios de comunicación neoyorquinos 

La presencia de medios de comunicación en español refleja la importancia relativa de la población hispana en la ciudad. En Nueva York se pueden comprar más de veinte diarios en español, de los cuales dos se editan localmente: El Diario/La Prensa, con una tirada diaria de unos sesenta mil ejemplares, y Noticias del Mundo, con una tirada que ronda los veintiocho mil ejemplares. Junto a estos dos periódicos neoyorquinos, se debe mencionar El Nacional de la República Dominicana, que tira una edición especial de unas veinticinco mil copias para esta ciudad. Además, se pueden encontrar en los kioscos locales otros periódicos de la República Dominicana, así como diarios que llegan desde Puerto Rico, Colombia, Ecuador, Honduras, Guatemala, El Salvador y Costa Rica (Zentella 1997:181-186).

Como señala Zentella, los editores de la prensa hispana neoyorquina se esfuerzan por neutralizar el carácter regional o nacional de la variedad lingüística que utilizan, si bien, cuando se hace necesario escoger, se tiende a dar preferencia a los usos caribeños y en particular a los puertorriqueños. Aunque la prensa hispana neoyorquina tiende también a evitar el uso de anglicismos o de palabras en inglés, los redactores y editores no pueden ignorar el hecho de que sus lectores, habituados a seguir ciertos temas en esta lengua, pueden en ocasiones no conocer el término en español.

Además de la prensa escrita en español, hay en Nueva York cuatro emisoras de radio con programación en esta lengua, de las cuales dos (La Mega y Radio WADO) se encuentran entre las de mayor audiencia de la ciudad. Las variedades del español que en la radio se escuchan oscilan entre los estilos más formales, menos teñidos de regionalismos, de los programas de noticias, y los más espontáneos, con mayor presencia de rasgos propios del dialecto del locutor, de los programas musicales.

La televisión en español llega a Nueva York igual que al resto de las comunidades estadounidenses con población hispana: a través de Univisión y Telemundo, ambas de difusión general, y de Galavisión, que transmite por cable.

El español en Nueva York

Las variedades del español en Nueva York 

La población hispana de Nueva York se caracteriza por su gran heterogeneidad, y las razones de esta heterogeneidad son múltiples. Como ya se señaló en la sección 2.1, los hispanos neoyorquinos son de muy diversos orígenes, remontándose a la práctica totalidad de las naciones de América Latina e incluso a España. Además, llevan diferentes períodos de tiempo en Nueva York, pertenecen a diferentes grupos raciales, presentan niveles diferentes de escolarización y ocupan posiciones diversas en la estructura socioeconómica de la ciudad —aunque los hispanos tiendan a formar parte de los niveles de ingresos más bajos—. Esta diversidad explica la presencia en la ciudad de múltiples variedades dialectales y sociolectales del español; una diversidad dialectal probablemente mayor que la que se puede encontrar en cualquier ciudad de América Latina o España, por muy heterogénea que sea.

Aunque la correcta caracterización de los hispanos neoyorquinos nos obliga a enfatizar la heterogeneidad, no podemos dar la espalda a un hecho fundamental: el predominio numérico de puertorriqueños (50,3%) y dominicanos (18,7%), es decir, de hablantes de variedades caribeñas del español. A éstos habría que sumar los cubanos (3,1%), y aquellos colombianos, panameños o venezolanos cuyas variedades dialectales pueden ser clasificadas en este mismo grupo.

Pero incluso en el seno de las comunidades hispanocaribeñas de Nueva York encontramos un alto grado de variación. Sirva como ejemplo el trabajo realizado por Ana Celia Zentella en un clásico enclave puertorriqueño de la ciudad: la sección Este de Harlem (Zentella 1997b). En un estudio en que combinó métodos cuantitativos propios de la sociolingüística variacionista con métodos etnográficos, Zentella encontró que esta comunidad puertorriqueña de Nueva York no se caracteriza por la posesión de dos lenguas (el español y el inglés), sino por la utilización de un amplio repertorio plurilingüe, a la vez bilingüe y pluridialectal. Las variedades a disposición de los miembros del grupo estudiado son, según Zentella (1997b:41-48), las siguientes:

– el español estándar puertorriqueño,

– el español popular puertorriqueño,

– el español de los hablantes nativos de inglés,

– el inglés estándar de Nueva York,

– el inglés afroamericano,

– el inglés puertorriqueño y

– el inglés hispanizado.

Insiste Zentella en que la identificación de dominios o contextos propios de cada una de las variedades constituye una parcial desvirtuación de la realidad lingüística de esta comunidad. El comportamiento verbal de los puertorriqueños de El Barrio se describe mejor señalando las redes de interacción social en que cada individuo se mueve, y notando que, aunque en cada red de interacción tiende a predominar un dialecto, es común que en todas las redes aparezcan todas las variedades. En suma, lo que caracteriza el comportamiento lingüístico de estos hispanos neoyorquinos no es el uso de una u otra variedad, sino la combinación de todas ellas.

Zentella observó, sin embargo, la tendencia a que los miembros de las generaciones más jóvenes favorezcan los dialectos ingleses de su repertorio lingüístico. Otra importante observación sobre el habla de esta comunidad es que la alternancia de dialectos no implica necesariamente un desconocimiento de la variedad (o variedades) estándar, cuyo dominio dependerá fundamentalmente del nivel socioeconómico del individuo y de la medida en que la sociedad en que vive haya puesto a su disposición los medios para aprenderlo. Ciertamente, no hay evidencia alguna de que el comportamiento lingüístico híbrido sea un obstáculo para la adquisición de la variedad estándar, y sí la hay de lo contrario.

Un tema de gran interés tanto cultural como sociolingüístico, pero muy escasamente estudiado, es el potencial desarrollo de una variedad neoyorquina del español, es decir, la posibilidad de que, a través de una serie de procesos de nivelación, se vaya creando, en el habla de los hispanos neoyorquinos, una relativa homogeneidad que dé lugar a la creación de una variedad propia. Zentella (1990), en un estudio comparativo del léxico de grupos de puertorriqueños, dominicanos, colombianos y cubanos, encontró que el contacto entre miembros de grupos hispanos diferentes produce adaptaciones del habla y la adopción de palabras procedentes de otro dialecto. Esto supone, en principio, una expansión del léxico de cada hablante y no una reducción general del mismo, pues en la mayoría de los casos la adopción de un nuevo término no implica el abandono del original. El que un colombiano comience a decir guagua por contacto con hablantes caribeños no implica que abandone u olvide la palabra bus. Existe por lo tanto una adaptación lingüística, pero está todavía por determinar si este fenómeno producirá la emergencia de un nuevo dialecto.

El comportamiento lingüístico híbrido 

No se puede hacer una descripción de la vida del español en Nueva York ignorando el hecho de que coexiste —y en relación de subordinación— con el inglés y de que tal coexistencia tiene un efecto considerable en el comportamiento lingüístico de los hispanos. La influencia del inglés en algunas de las variedades del español habladas en esta ciudad, ya mencionada en la sección anterior, se manifiesta en múltiples procesos, la mayoría de los cuales afectan al léxico. De los dialectos identificados por Zentella en Harlem es el español de los puertorriqueños hablantes nativos de inglés el que más influencia de esta lengua exhibe, aunque casi todo hispano que reside en Nueva York —sea cual sea su origen nacional y nivel de escolarización— da muestras de la influencia del inglés.

Encontramos por ejemplo palabras del inglés adaptadas a la estructura fónica del español: nais (del inglés nice), bil (del inglés bill) o jolope (del inglés hold up) se utilizan donde otros dialectos del español utilizarían amable, factura o atraco, respectivamente. Encontramos también palabras que, siendo fonéticamente similares pero semánticamente diferentes en español e inglés, asumen en el español hablado en Nueva York el significado que tienen en inglés: se puede usar librería (falso cognado de library) o papel (falso cognado de paper) donde otras variedades del español utilizarían biblioteca o periódico respectivamente. Además de estas transferencias léxicas podemos encontrar también la transferencia de estructuras sintácticas. Por ejemplo, se puede oír «Él está supuesto a hacerlo» (calco de: «He is supposed to do it») cuando en otras variedades del español se diría «Él debería hacerlo».

Otro importante aspecto del comportamiento lingüístico de los hispanos neoyorquinos es la alternancia de códigos, proceso lingüístico que consiste en la inserción de palabras, frases u oraciones de una lengua X en un texto oral o escrito en que se está utilizando la lengua Y como base. Valga como ejemplo de este fenómeno la siguiente oración (extraída de Zentella 1997:180): «I remember when he was born que nació bien prietito, que he was real black and my father said que no era hijo del because era tan negro» («Me acuerdo que cuando nació, nació muy negrito, que era muy negro; y que mi padre dijo que no era hijo suyo porque era tan negro»).

El intercambio de códigos es un fenómeno altamente estigmatizado, y se suelen aducir varias razones para condenarlo: se considera que es reflejo de un conocimiento deficiente de las lenguas que participan en la alternancia, que es un comportamiento que margina al individuo que lo exhibe y que constituye una amenaza para la «salud» lingüística de la comunidad (véase, por ejemplo, González Echevarría 1998). Aunque no entraremos aquí a discutir las abundantes investigaciones sobre este tan común fenómeno, señalaremos que la sociolingüística contemporánea ha rechazado la validez de tales críticas y que ha insistido en que la alternancia de códigos es sistemática y está regida por reglas, y que el habla así producida está dotada del mismo potencial expresivo que cualquier otro dialecto o lengua homogéneos. La alternancia de códigos puede efectivamente deberse a un desconocimiento o a un conocimiento parcial de las variedades estándar de ambas lenguas. Pero incluso en estos casos, el potencial expresivo del individuo que así habla y su capacidad para el uso elocuente del lenguaje no son limitados; desde luego no más limitados que la expresividad y elocuencia de un monolingüe, por muy estándar que sea su variedad. Pero el caso es que muchos individuos plurilingües utilizan el intercambio de códigos (consciente o inconscientemente) como un recurso comunicativo, como un mecanismo de interacción, y no como solución circunstancial de una supuesta deficiencia lingüística que de hecho no padecen (Torres 1997; Urciuoli 1996, y Zentella 1997b).

Insistiremos una vez más en que este tipo de modificaciones del habla (la incorporación a una lengua de palabras e incluso estructuras gramaticales de otra) en situaciones de contacto lingüístico es un fenómeno normal y probablemente inevitable, y la influencia —ya sea mutua o unidireccional— entre lenguas en contacto no es, en principio, perniciosa en ningún sentido. El hecho de que un hispano que se instala en Nueva York vaya incorporando a su habla palabras y expresiones del inglés es simplemente un indicio de que está inmerso en un mundo cultural y lingüísticamente complejo y que está respondiendo por medio de su comportamiento verbal a las necesidades comunicativas de ese contexto. Este tipo de modificación de la conducta lingüística no implica necesariamente que este individuo sea incapaz de retornar a su habla anterior, previa a la influencia del inglés, si se dan las circunstancias apropiadas. Dicho de otro modo, todos los seres humanos somos pluridialectales (y la inmensa mayoría plurilingües) y adaptamos nuestro comportamiento lingüístico a las circunstancias en que nos hallamos. De igual modo, es normal que un hispano nacido en Nueva York aprenda una variedad influida por el inglés que satisface sus necesidades comunicativas en determinados contextos (en el seno de la familia, por ejemplo). Esto no impide sin embargo que este individuo, en el curso de su vida, aprenda otra variedad del español no influida por el inglés, ya sea en un contexto estructurado (como la escuela) o por desplazarse a vivir a una comunidad hispanohablante monolingüe.

El estatus del español en Nueva York

La estigmatización 

La información presentada hasta este punto demuestra la creciente importancia demográfica de la población hispana neoyorquina y estadounidense (véase Morales 1999) así como la complejidad de su configuración lingüística. Pero a pesar de su gran número, los hispanos siguen constituyendo una minoría lingüística. Las minorías lingüísticas se caracterizan por tres rasgos:

1) Son grupos que, perteneciendo a una comunidad más amplia, son conscientes de poseer un carácter diferencial con respecto a otros miembros de la comunidad.

2) Tienen la lengua —o el comportamiento lingüístico— como seña fundamental de identidad del grupo.

3) Ocupan una posición socioeconómica subordinada, es decir, forman un colectivo cuyos miembros tienen acceso limitado a las posiciones de poder desde las cuales se puede influir en la determinación de los destinos de la comunidad.

Es común que el comportamiento lingüístico de los miembros de una minoría (tal como aquí se define) esté estigmatizado, en gran medida por su asociación con posiciones sociales marginales; los hispanos que residen en Estados Unidos no son una excepción. La estigmatización que sufren se debe a diversos factores. Obviamente, el marcado carácter étnico del grupo (claramente diferente del estadounidense «típico») y su posición socioeconómica son factores básicos. Pero la condena específicamente lingüística de que son objeto se debe al hecho de que usan variedades no prestigiosas del español, distantes estructuralmente del estándar (de lo que se deriva un alto grado de inseguridad lingüística); a la influencia del inglés sobre esas variedades, es decir, a la presencia de abundantes anglicismos; y, cómo no, al comportamiento lingüístico híbrido, que incluye la citada incorporación de anglicismos y muy especialmente la alternancia de códigos.

La delicada situación que sufre el habla de los hispanos se debe, por un lado, a su relación con el inglés, lengua con respecto a la cual ocupa una posición de subordinación. Recordemos lo ya señalado: no existe en Nueva York una promoción institucional del español; en el mejor de los casos, las políticas bilingües son idealmente temporales y tienen como objetivo remediar una situación considerada anómala. Los hispanos viven, por lo tanto, bajo una intensa presión cultural, económica, institucional y social para abandonar el español.

Pero no hay que olvidar que el español hablado por la mayoría de los hispanos neoyorquinos ocupa también una posición de subordinación con respecto al español estándar. A nadie se le escapa que, en el contexto del mundo hispánico, el dominio de la variedad estándar del español de cada nación es importantísimo factor para el acceso a los recursos económicos de la sociedad y para disponer de movilidad social ascendente. La subordinación de los dialectos distantes del estándar que se deriva de este hecho práctico se ve reforzada por los usos públicos de la lengua, por ejemplo, en los medios de comunicación, que perpetúan las jerarquías lingüísticas dominantes. Además, la actitud de la élite cultural y económica hispana estadounidense y de los portavoces de la cultura lingüística dominante, con sus condenas del comportamiento lingüístico de los hispanos, acentúan aún más la estigmatización de que son objeto, aumentando así la inseguridad de que son víctimas. En este contexto, las instituciones destinadas a la promoción de la lengua española y la cultura hispana en los Estados Unidos no llegan a desempeñar una función correctora, y tienden a servir a la élite cultural hispana y a ignorar el carácter incuestionablemente político de la presencia del español en Nueva York.

En consecuencia, ante la estigmatización que sufre su comportamiento lingüístico, el hispano neoyorquino o bien acepta su condición marginal, o bien se siente en la necesidad de adaptarse a uno de los dos modelos lingüísticos que se le presentan: el inglés estándar o el español estándar. Frente a este dilema, al no existir los medios que permitan al hispano adquirir el español estándar y ante la posición dominante del inglés, optarán por adoptar esta lengua en aras de la promesa —no siempre realista— de ascenso socioeconómico.

De los argumentos anteriores se puede extraer la siguiente conclusión: la cultura lingüística dominante en el mundo hispánico que estigmatiza el comportamiento lingüístico híbrido puede ser perniciosa para la supervivencia del español en Nueva York, al aumentar la inseguridad lingüística de los hispanos y desgajar conceptualmente su conducta verbal del todo idiomático que conocemos como lengua española.

La cultura lingüística hispánica frente a la hispano-neoyorquina 

Las dificultades que entraña el estudio del uso de la lengua española en la Gran Manzana se derivan, tal como hemos venido apuntando, de la complejidad de la sociedad y cultura neoyorquinas, pero también de la multidimensionalidad del propio concepto de lengua española.

Por lengua española podemos entender el español estándar, es decir, la variedad o variedades lingüísticas propias de ciertos contextos que la ciencia del lenguaje y la filología suelen identificar como cultos o formales. En la historia del mundo hispánico, el español estándar ha sido establecido y definido de un modo más o menos explícito por individuos e instituciones vinculados a los poderes culturales, económicos, políticos y sociales. Entre los agentes de la estandarización, se encuentran relevantes figuras históricas (Alfonso X el Sabio, Antonio de Nebrija, Andrés Bello o Ramón Menéndez Pidal), instituciones a propósito creadas con fines lingüísticos (la Real Academia Española o el Instituto Cervantes [actualización: y la reciente Fundéu]), e instituciones que, aunque dedicadas a otros menesteres, ejercen un fundamental influjo en el desarrollo y mantenimiento del español (casas editoriales y medios de comunicación de masas, prensa, radio, televisión y redes informáticas). La lengua española así entendida ha venido a convertirse en el principal instrumento de comunicación entre los miembros de un colectivo humano que llamamos «mundo hispánico». Pero además, la lengua española ha pasado a ser el símbolo de una civilización, es decir, de un modelo cultural, político y social.

Además del anterior, existe un uso diferente, más amplio, del concepto de lengua española, que abarca un conjunto de variedades lingüísticas (entre las cuales se encuentra la estándar). Lo que hace que todas estas variedades formen parte de una sola entidad, de la lengua española, es la presencia de un denominador común, es decir, de un conjunto finito de unidades fónicas, morfológicas, sintácticas y léxicas y de una serie también finita de reglas combinatorias que determinan el funcionamiento de aquellas unidades. La presencia de unidades o reglas no compartidas define las múltiples variedades (dialectos), cuya existencia se justifica sobre la base de criterios geográficos, sociales y a veces hasta técnico-profesionales.

Tal concepción del español suele asumir, en la imaginación tanto del filólogo y del lingüista como del hablante no versado en estas materias, forma de pirámide. En el vértice superior de la misma se encuentra el estándar, situándose las otras variedades en el resto de la superficie triangular. El punto ocupado por cada variedad, o mejor dicho, la distancia entre ese punto y el vértice, representará el grado de semejanza entre la variedad en cuestión y el estándar.

Para profundizar más en la comprensión del estado del español en Nueva York, es necesario hacer algunas reflexiones sobre la relación entre lengua e identidad cultural. De todos es sabido que la lengua es una de las principales señas de identidad de cualquier comunidad cultural y un instrumento para la creación de una conciencia de cultura común. Definiremos aquí la identidad cultural como la conciencia de pertenecer a una entidad social abstracta constituida por individuos que de algún modo son similares por compartir ciertas pautas de conducta.2 La identidad cultural se forma y se mantiene por medio de la participación y la asociación explícita con una serie de instituciones culturales y políticas y por medio de la participación en actos de lealtad hacia los símbolos que representan a la comunidad en cuestión.

Las instituciones culturales tienden a desarrollarse desde la observación del comportamiento humano. Surgen cuando las gentes cobran conciencia de la existencia de patrones de conducta comunes y los institucionalizan. Las instituciones culturales incluyen, entre otras, el comportamiento lingüístico, las pautas de organización de la familia, de la amistad o de la cooperación económica, las tradiciones gastronómicas y musicales, y las representaciones del espacio comunitario (imágenes de la tierra, por ejemplo, institucionalizadas por pintores, fotógrafos o cineastas).

Las instituciones políticas, por su parte, nacen en el seno de una sociedad para coordinar acciones colectivas y tienden a contribuir al desarrollo de la identidad cultural desde arriba. En otras palabras, su existencia, además de articular la vida de la comunidad, genera comportamientos comunes que crean y refuerzan la conciencia de pertenecer al grupo y de poseer la identidad correspondiente. Este tipo de instituciones incluyen oficinas de gobierno, partidos políticos, escuelas u organizaciones vecinales.

Finalmente, los símbolos, tercer componente de la identidad cultural de una comunidad, carecen de una relación natural con los patrones de conducta asociados a la supervivencia, a la relación con el entorno o a la acción política, y sirven a la única función de identificar a la comunidad. Símbolos típicos son las banderas e himnos nacionales.

Los discursos públicos dominantes sobre cuestiones lingüísticas y, más concretamente, sobre la relación entre lengua e identidad cultural están basados en un modelo de pensamiento lingüístico que llamaré monoglósico. El pensamiento monoglósico está fundado en dos principios: el principio de focalización gramatical y el principio de convergencia.

El principio de focalización gramatical afirma que lo que caracteriza lingüísticamente tanto a un individuo como a una comunidad es la posesión de una gramática bien definida, mínimamente variable y relativamente estable (lo que comúnmente entendemos por lengua). Tal gramática reside en la mente cuando del individuo se trata y en entidades genéricas, tales como sociedad o cultura, cuando de una comunidad se habla.

La conceptualización del conocimiento lingüístico de un individuo como la posesión de una lengua mínimamente variable no es un fenómeno moderno y antecede al nacimiento de la lingüística como disciplina académica autónoma. Igualmente, la configuración de una comunidad a partir del hecho de que sus miembros comparten una lengua ha estado presente a lo largo de la historia de Occidente. Pero a partir de la aparición de dos movimientos modernizantes, el Romanticismo y el Nacionalismo (ambos estrechamente relacionados entre sí), el principio de focalización gramatical se extendió para ser compartido ya no sólo por una élite cultural y política sino por la práctica totalidad de la población de las sociedades occidentales, llegando a convertirse en uno de los más firmes componentes de las ideologías lingüísticas modernas.

La consolidación del principio de focalización gramatical —más allá incluso del seno de la propia lingüística se vio apoyado por la ideología nacionalista y por el prestigio de la moderna ciencia del lenguaje. Por un lado, el nacionalismo ve las lenguas —entendidas como gramáticas focalizadas, mínimamente variables— como elementos definitorios de los pueblos y sus culturas, como entidades cuya existencia legitima cualquier reivindicación de formación de un estado-nación. Por otro lado, el desarrollo y prestigio de la ciencia del lenguaje dependió en gran medida de la capacidad de los lingüistas para definir claramente su objeto de estudio, es decir, el lenguaje, como una entidad altamente estructurada y sistemática. El creciente interés —quizás incluso la necesidad— de los lingüistas por definir el lenguaje como un sistema estable y estructurado contribuyó a la progresiva marginación del habla, de la variación y del cambio.

El segundo principio que define el pensamiento monoglósico es el de convergencia. Según este principio, el comportamiento lingüístico de los miembros de una comunidad tiende inevitablemente a homogeneizarse como resultado de la presión ejercida por las normas dominantes. La creencia en la validez universal del principio de convergencia se ve reforzada por varios factores, entre ellos, la tendencia que muestran los seres humanos a adaptar su comportamiento al de aquellos con quienes se relacionan. Como resultado de la preeminencia de este principio, los lingüistas han sido excesivamente propensos a aceptar que la variación dialectal tiende a disminuir con el tiempo —eso sí, sin desaparecer totalmente— por medio de un constante proceso de focalización. El principio de convergencia ha influido también en la percepción de las comunidades plurilingües como situaciones relativamente antinaturales y, por lo tanto, transitorias, las cuales inevitablemente están abocadas a atravesar un proceso de eliminación de variedades y de convergencia en la gramática focalizada dominante.

Volvamos por un momento al concepto de identidad cultural propuesto arriba para explorar su relación con el pensamiento monoglósico. Hemos visto que el lenguaje puede ser una institución cultural, cuando los hablantes, al cobrar conciencia de la existencia de pautas comunes de comportamiento lingüístico, las utilizan como marcas de su identidad cultural. Las lenguas, en concreto las lenguas oficiales, pueden también estar asociadas con las instituciones políticas cuando se convierten en el medio de comunicación oral y escrita en el seno de esas instituciones. Pero las lenguas, tanto si son oficiales como si no lo son, llegan con frecuencia a convertirse en símbolos de la comunidad, ejerciendo en tales casos un papel similar al desempeñado por banderas e himnos. Una de las consecuencias del pensamiento monoglósico ha sido la identificación del lenguaje como institución cultural con la lengua como símbolo de la colectividad. Como resultado de esta errónea identificación, se ha supuesto la necesidad de que exista una similitud formal entre el símbolo (la lengua) y la institución cultural (el comportamiento lingüístico de la gente). De aquí se deriva la profunda estigmatización de que son objeto los comportamientos lingüísticos que se separan del pensamiento monoglósico, al distar considerablemente de los modelos dominantes de conducta verbal, es decir, de la lengua estándar que ha alcanzado el estatus de símbolo de la comunidad.

Desde el seno de la sociolingüística, se ha proporcionado evidencia y se han desarrollado argumentos que niegan la validez universal del pensamiento monoglósico. Se ha mostrado, por ejemplo, que ciertos modelos de descripción lingüística desarrollados en comunidades relativamente homogéneas son inapropiados para la descripción de comunidades lingüísticamente complejas —desvirtúan, en definitiva, la realidad lingüística de tales comunidades—. Se ha observado también que las ideas preconcebidas sobre nociones tales como lengua, comunidad de habla o conducta verbal no son compartidas por todos los miembros de todas las comunidades. Suzanne Romaine (1994:11) ha mostrado que la presión para que se produzca la convergencia lingüística no existió en Melanesia hasta la imposición de modelos sociales occidentales y que de hecho se cultiva la diversidad como seña de identidad. También se ha indicado (Milroy y Milroy 1991:15; Giles y Coupland 1991:105-108) que, incluso en sociedades occidentales, existen fuerzas culturales y sociales que impiden la convergencia y que favorecen la divergencia.

Las anteriores reflexiones nos llevan a afirmar que la conducta verbal de un sector importante de la población hispana neoyorquina no puede ser caracterizada desde los parámetros del pensamiento monoglósico. El conocimiento lingüístico de los miembros de estas comunidades no consiste en la posesión de una gramática focalizada, es decir, en el dominio de una lengua, sino en el manejo de un fluido repertorio plurilingüe, que incluye varios dialectos del español. Este repertorio da lugar a una conducta verbal heterogénea, que los hispanos de Nueva York han institucionalizado convirtiéndola en uno de los componentes de su identidad cultural. Esta forma de hablar es producto del complejo contexto en que viven, de su pertenencia simultánea a, al menos, dos culturas (la puertorriqueña/dominicana/etc. y la estadounidense), y de su posición marginal en la estructura socioeconómica de la ciudad y del país en que residen. Todas estas circunstancias hacen que las comunidades de hispanos neoyorquinos a que nos referimos se muevan en múltiples redes de interacción social que los obligan a usar el español de un modo que se escapa a los esquemas interpretativos del pensamiento monoglósico. De ahí la estigmatización a que se ven sometidos y de ahí la dificultad que experimentan los sociolingüistas para comunicarles a gentes ajenas a su disciplina que estos comportamientos lingüísticos híbridos son sistemáticos, y están regidos por reglas, y que tienen el mismo potencial expresivo y retórico que cualquier lengua o dialecto. Por todas estas razones, para alcanzar una cabal comprensión de la vida del español en Nueva York hemos de intentar adentrarnos (siguiendo, una vez más, a Ana Celia Zentella 1997:13-14) en el terreno de la economía política de la lengua y de la cultura, desde una lingüística antropolítica que sitúe la lengua y el comportamiento lingüístico de los hispanos neoyorquinos en el contexto económico e ideológico en el que existe.

Notas: 

1. Véase el artículo de Amparo Morales en el Anuario del Instituto Cervantes 1999 y las observaciones allí hechas sobre las deficiencias del censo de 1990.

2. En un artículo titulado «Monoglossic Policies for a Heteroglossic Culture: Misinterpreted Multilingualism in Modern Galicia» he aplicado algunas de las ideas aquí presentes sobre lengua e identidad al análisis de la configuración lingüística de Galicia.

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José del Valle

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