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Miradas sobre la Lengua

Luis Fernando Lara: «¿Cuánto vale la cultura?»

Tradición antigua y ademán aristocrático son dos fuertes obstáculos para que los investigadores en humanidades y los escritores nos sintamos concernidos por el título del estudio que Ernesto Piedras, director de la consultoría de negocios The Competitive Intelligence Unit e investigador del CIDE, junto con sus asistentes Viviana Vallejo y Gonzalo Rojón publicó en 2004, con el subtítulo de Contribución económica de las industrias protegidas por el derecho de autor en México (SACM, SOGEM, Conaculta). Pero los tiempos que corren y una necesaria apertura de horizontes nos llevan a interesarnos por una obra tan singular como esta, de la que hay muy pocos antecedentes.

El libro es una investigación, una propuesta de método econométrico y un conjunto de resultados que hay que destacar. Se ocupa de ponderar económicamente la riqueza que producen a México sus instituciones, sus empresas y sus productos culturales, definidos a partir de los derechos de autor, que son los que los unen en términos adecuados para una medición. El término técnico que las engloba es “industrias protegidas por el derecho de autor” (IPDA) o también “industrias culturales”. En este estudio nos enteramos, ante todo, de que ya existe, de tiempo atrás, un método para atribuir valor económico a los productos culturales. Con tal método se sabe, por ejemplo, que en Estados Unidos de América, la participación de las “industrias culturales” en su producto interno bruto fue de casi 8 % en 2001; que en Colombia fue del 2,1 % ese año, o que en Europa, en 1997, llegó al 5 %; igualmente nos informa que en México en 1998 alcanzó el 6,7% del PIB.

Por “industrias protegidas por el derecho de autor” o “industrias culturales” se entiende el conjunto de los creadores, productores, fabricantes, difusores y distribuidores de materiales protegidos por ese derecho. Forman parte de ellas, en consecuencia, las editoriales, las editoras de música, los museos, las zonas arqueológicas, pero también los departamentos de publicaciones de las universidades, las galerías de pintura, las orquestas, etc. Es bien claro que sólo se puede atribuir un valor económico a productos que se ponen a la venta. El valor social de la cultura, que es el que tradicionalmente nos interesa, no se puede medir (lo cual no puede servir de coartada a los administradores y políticos que preferirían abolirla); pero que una parte de ese valor sea medible es algo muy importante.

Piedras y sus colaboradores consideran cuatro clases de industrias culturales:

1) las “base”, como lo son las editoriales de libros y revistas, los editores, distribuidores y difusores de música, el cine, la televisión, la publicidad, las artes plásticas, etc.;

2) las “interdependientes”, que se ocupan de la producción, fabricación y venta de equipo que facilita la venta de los productos culturales;

3) las “parcialmente relacionadas” con las primeras, en cuanto algunas de sus actividades se relacionan con los derechos de autor,

4) y las “no dedicadas”, como el teléfono, el fax, etc.

Agregan a ellas la productividad de lo que llaman “economía sombra” —¿por qué no “economía clandestina” o incluso “economía furtiva”?—, que es la práctica ilegal de la fotocopia, los discos piratas, etc.

Para componer la cifra total de aportación de las industrias culturales al PIB, los autores del estudio toman en cuenta el valor agregado de sus productos, el empleo que ofrecen, como porcentaje del empleo nacional, y los ingresos que producen sus exportaciones y ventas al extranjero.

Entre todas las industrias culturales mexicanas, la principal aportadora es la de la música, con un 2,6 % del PIB; la sigue la cinematográfica, con 1,5 %; la editorial, con 1,3%, y las artes plásticas, con 0,6 %. La contribución monetaria de nuestras industrias base fue, en 1998, de $ 125 739 millones de pesos. Si se compara esta contribución al PIB nacional con las otras ramas de la actividad económica, resulta que las industrias culturales colaboran en cuarto lugar al PIB mexicano, sólo después de la industria maquiladora, la petrolera y la turística (si se toma en cuenta la aportación de la arqueología y la historia, de los museos de pintura, etc., al atractivo turístico de México, la industria cultural sube al tercer lugar), y antes de la agropecuaria, la de la construcción, de las telecomunicaciones y la automotriz.

Las industrias culturales dieron empleo a 8 333 356 personas en 1998, equivalente al 3,6% de la población económicamente activa en México. Aunque en los últimos años su dinamismo ha decrecido, siguen desempeñando un notable papel productivo y sus ventas al exterior siguen superando sus importaciones.

La conclusión del estudio, por sorprendente que pueda parecer, viene a confirmar lo que muchos hemos destacado en México: el mejor producto mexicano de exportación es su cultura.

El estudio ayudará a definir mejor las políticas de fomento a las industrias culturales; servirá para defender el valor de instituciones como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, y contribuirá a entender la necesidad de que haya leyes claras que protejan el derecho de autor.

A las universidades e institutos de investigación como El Colegio de México nos sirve tanto para reconocer nuestra propia, quizá pequeña contribución, como para repensar el valor de nuestros estudios, en una época en que una universidad estatal decide cerrar las carreras de filosofía y letras; se reduce el presupuesto universitario del Estado y se abre la puerta a seudo-universidades privadas, que den una embarrada de cultura a sus alumnos, en carreras sintéticas de “humanidades” o de “comunicación”. Lo que el libro lleva a pensar es que, por el contrario, la inversión en industrias culturales (entre ellas, las universidades) debiera ser una prioridad del gobierno mexicano. Basta pensar, como ejemplo, en la industria editorial, que alguna vez fue la primera del mundo hispánico y ahora ha bajado a un cuarto lugar, muy superada por España, e incluso por Argentina y Colombia. Un país de 100 millones de hispanohablantes, con su herencia de cultura, tanto antigua como moderna, con la calidad que tienen sus escritores, sus universitarios especializados y sus traductores, debiera estar aprovechando esa “capacidad instalada” para contribuir de mucho mejor manera a la cultura imponderable y a la cultura que produce riqueza económica, que transmiten los libros. Pero lo mismo se puede decir de la música, de las artes plásticas, del cine, de los estudios históricos o de las exposiciones arqueológicas.

Ojalá el libro llegue a las manos de quienes pueden tomar decisiones en el campo cultural; y ojalá esta clase de datos forme parte, desde ahora, de las estadísticas normales del INEGI.

Luis Fernando Lara

El Colegio de México

Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios

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